A tu memoria


Por Carmen Mateos


Relato flamenco inspirado en una fotografía de Pepe Ortega.

1 de marzo de 2014. Doblan las campanas de la Iglesia de la Palma y el féretro entra en el templo. Yo caminaba de vuelta a la Plaza Alta para seguir cubriendo el funeral. Lo vi salir del bar, en silencio. Cruzó la calle ante mí y en la esquina, lejos de la multitud y oyendo sus lejanas palmas por bulerías, clavó su rodilla en el asfalto encharcado e inclinó su cabeza, en un gesto colmado de respeto y agradecimiento al Maestro, a ese hombre que tantas palabras de admiración había sabido arrancar con seis cuerdas a sus mayores.

Me emocionó la escena, la fuerza de aquella pose anónima y
privada lejos de los escenarios protagonistas de aquel día tan gris, y me apresuré a sacar mi cámara. El hombre oyó el sonido del obturador y me miró sorprendido.

Con to la gente importante que habrá allí arriba en la plaza y tú te vienes a hacerle una foto a este pobre tabernero me dijo.

Entró de nuevo en el bar y decidí que era un momento perfecto para tomar el obligado vino de los funerales.

No sabes lo que me entró por el cuerpo cuando empecé a escuchar las campanas, te lo juro por mi mare  me contó mientras me servía ese vino. Él se sirvió otra copa.  Cada uno de esos golpes de campana me iba arrastrando hacia la puerta, como si las manos de mi padre Sebastián y de mi abuelo Juan me empujaran y sus voces me susurraran: Ve tú, Miguelito, ve tú por nosotros que ya no podemos...
Miguel se quedó pensativo unos segundos, mientras se esmeraba en secar inútilmente un vaso ya seco.

Sí señor, me hubiera gustado tocar la guitarra continuó, como reafirmando un pensamiento    pero la vida me ha llevado por otros rumbos. Cuando tenía ocho años, algunos de mis compañeros de clase ya la tocaban. En nuestra época, sí que se valoraba la música en los colegios, no como ahora. Me emperré tanto en que quería tocar la guitarra que mi madre fue a comprarme una a la tienda de música de la prima Angelita, con tan mala suerte que ese día no tenía ninguna, pero sí una bandurria a muy buen precio... Qué más da guitarra o bandurria, las dos tienen cuerdas,  pensaría mi pobre madre. Y así me vi en dos meses tocando El ferroviario perfectamente, pero envidiando a mis compañeros, aprendices de guitarrista que no necesitaban púas para tocar. Fue lo único que aprendí en aquellas clases...

Dejó el vaso reluciente en su estante y cogió otro, sin parar de hablar. Yo le daba su tiempo. Siempre he sentido curiosidad por saber qué hay detrás de las personas anónimas a las que fotografío, así que entretuve mi copa todo lo que pude.

Mi abuelo Juan sí que tocaba bien, daba gloria escucharlo  prosiguió Miguel señalándome una fotografía amarillenta en la pared. Tenía una tienda-bar aquí cerquita, en esta misma calle. Allí se juntaban unos cuantos amigotes suyos y a él le gustaba tocar para ellos. Esa tienda era su tablao y su teatro. Yo me escondía detrás de los sacos de garbanzos y escuchaba. Era increíble que aquellas manos ásperas y callosas, las mismas que desollaban un conejo o levantaban un saco de treinta kilos, pudieran crear aquellos sonidos. Con él vi al Maestro por primera y única vez en un concierto. Ese verano del 80 fuimos a Madrid a visitar a mis tíos, y mi abuelo me llevo a verlo al Parque de Atracciones. "Prepárate Miguelito, que no todos los días ve uno a Dios" , me dijo.  Me pasé hora y media sin decir ni mu. Mi abuelo me miraba extrañado. Normal, teniendo en cuenta que desde chiquitito charlo por los codos.  Pero no eran las manos del dios las que me tenían embobado, sino las de uno de sus ángeles, ese hombre de pelo largo y rizado que golpeaba un cajón de madera. No paré de dar la lata hasta que conseguí que mi tío Daniel, que se maneja bien con la madera, me hiciera uno. Si no va a parar de golpear todo lo que se encuentre, mejor que lo haga en un cajón de verdad, le decía él a mi madre. Hace poco supe que aquel día fue la primera vez que se tocaba el cajón en un concierto en España y que había sido Paco de Lucía quien lo había traído de Perú. Aún conservo mi primer cajón, aunque ya no lo toco apenas, está ya mu currao. Buenos ratitos flamencos me eché con mis amigos. El cajón consiguió que me olvidara de mis ganas frustradas de tocar la guitarra.

Miguel alzó su copa al mismo tiempo que su mirada. A tu memoria dijo. Yo lo imité, sin que me quedara claro si ese brindis era por Paco o por el abuelo Juan. En fin, lo mismo daba.

Me terminé el vino y me despedí de Miguel. Él continuó con sus faenas. Yo di por terminada mi jornada de trabajo. Había conseguido la fotografía que buscaba.

Unos días después, bajo el titular "El pueblo de Algeciras despide a un dios", la imagen de Miguel arrodillado en la calle aparecía en la revista flamenca Melismas.

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